sábado, 23 de diciembre de 2023

 Miradas

El último canto gregoriano a la muerte del padre

   El frío atenaza la garganta y agarrota los dedos que intentan agarrar el gozne de la puerta. La farola del templo de Silos (Monasterio en la localidad de Santo Domigo de Silos, Burgos) alumbra los nervios de agua irisados sobre la piedra con las últimas flores de almendro que intentan guarecerse del frío que llega por el valle de Tabladillo. Todo es silencio. Como aquel que calló los gritos de las brujas, dice la leyenda, que quisieron traicionar al Cid, sidi para los árabes. El Campeador de los libros de infancia en la caduca escuela de babis azules y brazo en alto, soldado mercenario, que luchó para quien mejor le pagare (símbolo conjurado para aquella "reconquista" cristiana confabulada, y que tantos revuelos genera hoy, por fin, entre los historiadores). A pocos metros, el torrente del Mataviejas truena con fuerza.
    Entrar en la antaño abadía benedictina de San Sebastián de Silos, es chocar con una bocanada de calor y olor a incienso que se cuela de la piel hasta los huesos. Piedra desnuda, hasta la cúpula en su esfera circular. Sobrecoge un cristo retorciéndose en la cruz sobre el voluminoso y escueto altar al que rodean los asientos del coro. 
    Suenan Horas. Con las campanadas aparece un monje encorvado bajo su hábito negro, apoyado sobre un andador. Se sienta lentamente, no puede inclinarse, y con el gesto agotado encoge sus hombros mostrando su calva al altísimo, mientras rumia sus pensamientos. Luego, otros hermanos, en fila y silencio riguroso, se inclinan levemente ante el altar y luego a la sillería sobria del coro. Todos cogen el libro de oraciones con los cantos. Son las nueve y cuarenta de una noche oscura: Oficio de Completas
    Han cenado ligero y es el último del día. Alguno bosteza ajeno al público: una decena de residentes en la hospedería del monasterio, una mujer del pueblo que viene todas las noches, un "peregrino", no creyente, que viaja en su furgoneta donde le sopla el viento, y ahora toca la ruta del Cid, sin haber leído el Poema, no le importa, y el viajero.
   El órgano comienza su lenta y repetida cadencia; sigue el recitado, grave, profundo y levantisco en sus letras; cantan la liturgia bíblica del día. Esta noche su paráfrasis vendría a decir, Señor, cuídame del otro el que me tienta, el que debe morir, sufrir, él y sus descendientes, señor, porque tengo miedo, paso terror, no puedo vivir tu fe, y necesito que lo castigues. Es del antiguo testamento, de testamentum, la alianza entre Yahveh y el pueblo judío; del nuevo ya vendrán las palabras que dictara Jesús de Nazaret. Esta noche es la huida de Egipto, y en aquellos, el miedo, el terror a ser aniquilados, de José, de la tribu elegida (miserable coincidencia que este mismo pueblo, sus gobernantes, ha asediado y ahora masacrando, siglos después, a otro pueblo, el palestino, en respuesta al repugnante y condenable ataque terrorista de Hamás, y elevando a genocidio su respuesta indiscriminada contra las poblacines, donde miles de niños y niñas, mujeres y mayores han sido asesinados, aún en hospitales y escuelas). 
   Mas aquí perviven las huestes de san Benito con sus reglas de allá por el siglo VI después de aquel Cristo, y aquí continúan ora et labora. Tiempos pasaron que tuvieron que competir con otros monasterios, publicitarse, para aglutinar ejército entre sus muros. Así lo hizo Pedro Marín con sus Miráculos romançados (s. XIII), aquellos santos remedos para liberar cristianos cautivos de los musulmanes. Hoy, estos veintitantos hombres siguen voceros de su fe con su armoniosa voz y dormitan su alma con paz y vigilia, tienen al padre que no les abandona desde hace once siglos, que está ahí, como ya lo estuvo con los visigodos (siglo VII), dicen; ¿y la madre?, sí la madre, esa María símbolo de tantas mujeres arrasadas en la memoria de la Iglesia, está en su último canto de despedida del día, de gratia plena, de calor y amor que gravita entre esos paños y capuchas oscuras que guarecen las manos que se hielan al roce con el libro sagrado. El viajero está asumiendo que ya no tiene padre, y la madre no puede arroparle. Aquel descansó de su calvario y ella está dormida, transida entre el dolor y el olvido. 
    Al salir del templo los pasos suenan secos sobre la piedra como los tacones en los desfiles militares, mientras van surgiendo en la mente pensamientos contrapuestos entre la fe y la razón, entre la teología y la filosofía, de cómo los poderosos se adueñaron de las conciencias de los hombres, y cómo otros muchos malviven de los despojos de la censura y la manipulación de aquellos. De cómo las guerras por el poder, el económico, el prestigio, y el sexo, desequilibraron la balanza. El quiquiriquí del gallo nos despertará en la madrugada y, antes del segundo canto, muchos negaremos la existencia del "enviado" más de tres veces, como lo hiciera un tal Pedro en las Escrituras no apócrifas. Y es que a cada uno nos cubre distinta luna. "Dejadme dormir", dice irónicamente un fraile que intenta cerrar la puerta del templo hasta la aurora con los maitines, allí estarán un puñado de fieles que se subirán al coro con los frailes.
    Aquí, en el monasterio, renuncian a su vida primigenia, cuerpo y pasiones, por alcanzar la eterna. Aislamiento, orden y lejos de la razón, en un reloj de disciplina. La esencia individual queda arrebatada por la regla de la orden (sobre los monasterios y conventos se levantaron los paradigmas del espacio de poder que luego se verá en cárceles, albergues para pobres u hospitales). Sus espacios "expropian" el tiempo de un ser, sus claustros, sus vueltas y vueltas sobre el mismo tema, en las mismas horas, en los mismos versículos, "el alma es un círculo" escribió Platón. Aquí es donde mejor se defiende el alma del pecado, sometiendo al cuerpo del acecho de la "antitrinidad": el demonio, el mundo y la carne; ahora no cabe irse al desierto, aunque no está muy lejos con el cambio climático. Se bate al demonio con la oración, con privaciones, reglas y rituales. Mañana, en la misa de domingo, el sacerdote arengará al católico de la calle a expresar su fe, a no quedarse quieto, a intranquilizar al otro; no hacerlo es como los padres del ciego de las Escrituras, que no quisieron molestar al poder, por miedo (y ahora la iglesia ve muchos frentes donde se ha asentado el demonio, como siempre). Así que nos vamos en su búsqueda, del demonio decimos, por las inmediaciones.
  Porque de diablos y señores del miedo están los cementerios llenos, menos el de la película El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966), de Sad Hill, donde las balas son más numerosas que las almas enviadas al infierno. Es otro reclamo que convive con la abadía en Silos. Ahora hay casi más coches que buscan este lugar de cartón piedra que los misales del gregoriano de los benedictinos. Siguen "vivos" los mitos de los matones, y hombres. 
    Y es que de mujeres y sus mitos, como siempre, andamos escasos. Aunque no muy lejos de tantas cruces, en Covarrubias, está la estatua de la reina Kristina de Noruega (Bergen 1234, Sevilla 1268). Candidata para contraer nupcias con Alfonso X que, amén de unir tronos, buscaba heredero que no alumbraba su esposa Violante. Mientras llega la vikinga ésta se queda embarazada, así que, como si de un mueble se tratase, aquella la pasa al hermano, el infante Felipe (otro papel asignado a la mujer secundaria y utilizada). Kristina moriría por una enfermedad contraída, según unos, y por tristeza, según otros. Su sarcófago lo enviaría su esposo a la colegiata de Covarrubias, donde había sido abad antes del matrimonio, enterrando allí su cuerpo y la promesa de que le construiría un templo para el culto a san Olaf II, el rey/santo del siglo XI, devoto de la noruega. Debió poner poco empeño pues se tardaron casi ocho siglos en asentar sus cimientos. A Olaf, el vikingo convertido al cristianismo por un sueño, le costaría el exilio a "Rus de Kiev" por la que se matan ucranianos, rusos y bielorrusos (hoy en guerra con miles de muertos y exiliados, y no por religión, sino por el capital; pero al coincidir con el conflicto palestino, parece olvidada, desplazada por una actualidad que debemos analizar con qué cánones se dirige e interpreta).
    Ahora existe un espacio religioso sorprendente y contemporáneo del fenómeno artístico-religioso en el Valle de los Lobos (curioso en las armas de las ventanas de la capilla, el formato de la iglesia como nave...), así como narraciones de sorprendentes misterios y milagros: el ciego que ve tras frotarse los ojos con su sangre tras su muerte, similar al Bartimeo que buscó al famoso Jesús por sus milagros. De Olav se sigue su estela en los países nórdicos, de Kristina no pasa de quien se tope con la estatua frente a la colegiata, y poco más. Morir de tristeza u olvido, qué más da. Como aquella monja, que no ha mucho nos contaron, que salía del convento para volver al mundo. Era demasiado tarde, como Kristina cuando ve en el manejo que había caído. Ambas perdieron la ilusión de la juventud, el color del amor, las inocencias y aventuras de la pasión, el paso del tiempo entre la risa y el ensueño. Sus almas pertenecían a la seguridad de las paredes de un palacio, de un templo, de un convento, con sus rezos y normas, sus reglas y su rutina. Inseguras ya no estaban ellos, él, su dios, su Olav, guiándoles cada segundo del camino. Fuera de las paredes el ninguneo, el engaño, el desorden, el caos, eso dicen.
    De reyes y religiosos voraces la historia tiene muchos, y a pocos kilómetros de Covarrubias los espíritus de ambos se cruzan. En Lerma, donde su duque, Francisco de Sandoval y Rojas (Tordesillas 1553, Valladolid 1625), amasó una inmensa fortuna, unos veinte escoriales, dicen algunos, e instigó en la expulsión de los moriscos, rompiendo viejas promesas y tratados, a la sombra de un "inválido" de la regencia, Felipe III; eso sí, cuando fue pillado y perseguido por el Conde de Olivares, tomó los hábitos cardenalicios que le otorgó el papa Paulo V, y a correr en la coplilla: "Para no morir ladrón ahorcado, el mayor ladrón de España, se viste de morado". Un guía con timbre agudo y dicción de juglar del XVII, canta corridas, bailes con mucho noble y cortesana, y pasajes secretos para el rey, y el duque hasta la colegiata, en tierra de mucho pobre.
    Y de pobres, las "arrecogías" por las madres monjas... El monasterio de las Huelgas tiene mucho de reivindicación de lo femenino desde su fundación. La propia reina, Leonor de Plantagenet (reina consorte de Castilla entre 1170 y 1214), esposa de Alfonso VIII, insistió en un lugar de oración y retiro para las solteras y viudas de linaje de su sexo, en sintonía con lo que ya disponían los hombres. Un monasterio cisterciense femenino, donde su abadesa contaba con más poder que la mayoría de monasterios y obispados hispanos, de hecho tenía el mismo sello y báculo que un obispo. A cuentagotas, pero imparable, van apareciendo los gestos y las empresas del mal llamado "sexo débil". 
    El sexo que ha dado de comer de su cuerpo desde el origen de los tiempos, como vemos luego en la Cartuja de Miraflores, Burgos, en el sepulcro de Juan II de Castilla y su segunda esposa Isabel de Portugal (siglo XV); una "Virgen de la leche", de Gil de Siloé, finales del XV, y quizás una de las imágenes más veneradas, en cualquier formato artístico, por los monjes en cualquier comunidad (y que refrendaron aquí los monjes dando de comer a familias necesitadas en épocas pasadas). Dos jóvenes permanecen atónitos viendo la imagen. Llaman a cierre. La tarde está cayendo.
    El viaje comenzó en un templo con el canto de unos frailes de una apelación de un pueblo errante a la justicia y encomienda a un salvador para aplacar al enemigo. Termina con innumerables referencias a la mujer, sometida, engañada y luego protectora y madre. Quizás la historia se juegue entre la violencia y el amor, entre símbolos y hechos, entre los vencidos y los desaparecidos sin diferenciación de sexos. El padre que marchó a la guerra y alguien que queda para el cuidado del nido. Sin embargo, nos llega amor en masculino y guerra en femenino; aunque piedad, empatía, razón y filosofía vuelven con otra materialidad. 
    Sea como fuere, entrar en creencias, historia, lógica o realidad son extensiones complejas. Difíciles de desentrañar. Quizás lo más interesante sea enfrentarse a ellas en cuanto el tiempo, o la ocasión, lo irradien, esperando que nunca sea demasiado tarde. Por ahora, nuestro viaje debe continuar, conscientes de que está más cerca nuestro último réquiem, como el del padre. Porque no escucharemos, seguro, ningún canto gregoriano por nuestra alma, y es que ésta vagó por otros lares.

Requiem: V. Padre, padre.

https://www.youtube.com/watch?v=UEly5LfjDNQ