miércoles, 20 de mayo de 2015

Miradas

Oslo (Cristianía), el grito sereno de los vikingos


El grito, primero Desesperación (1894). 
E. Munch. Galería Nacional de Oslo.
    Un grito puede durar un segundo o una eternidad
Patera en el mediterráneo.
columnazero.com
   En mitad de un mar revuelto en la noche, con los cuerpos apelmazados por el salitre, mientras las olas rompen machaconamente sobre la madera putrefacta de la barcaza con jirones por donde la sangre chorrea tan oscura como esos seres que se agarran con las uñas al maderamen, uñas afilándose como los pinchos de las alambradas que sueñan saltar, ese grito debe ser interminable; un grito que se ahoga en la negrura, como el horizonte; negro como la piel de estos muertos vivientes a la deriva rodeados de tiburones desde la orza del paquebote hasta la costa que adivinan por el parpadeo de algún faro en proa... 
   Desde el puerto de Oslo, en la frontera del mar del Norte, todavía restallan en mis sienes los gritos de los casi mil muertos en aguas cercanas a Lampedusa (Italia), criaturas sometidas a la pira en mitad de un Mediterráneo que flamea oro y alcohol en sus costas erizadas de marmóreos edificios. También arrecian los gritos de los reos condenados del golfo de Bengala, matándose de hambre, porque los países ricos se disputan a la baja el cupo de acogida, seres que gritan en un caudal inmenso de tormento, como los olvidados tras las devastadoras sacudidas en Nepal. Mientras paseo la boyante Cristianía siento clavárseme en la garganta las palabras de Edvard Munch sobre sus Gritos (tras ver morir a su madre y hermanas): "Paseaba por un sendero con dos amigos -el sol se puso- de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio -sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad- mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza"
Los drakkar tuvieron su cénit
entre los siglos VIII y XI.
Viking Ship Musseum.
   En miles de años la negrura de la noche habrá convertido aquellos cuerpos a la deriva en petróleo, como el oro negro que trajo el salvoconducto a este paraíso de fiordos donde sus antepasados también embarcaron hacia puntos cardinales inimaginables hace más de mil años con ferocidad guerrera.  Impone la altura de la proa del drakkar con su mástil retorciéndose hacia su negro y ancho vientre con maderas de luto. Su timón remero alarga su brazo hasta el suelo de piedra. Es un lujo este ataúd enterrado en túmulos, para los jefes muertos camino del más allá, del Valhalla, con sus joyas y ricos adornos, bajo la choza de madera y los carruajes de capricho.  Ni la tierra que los cubría, ni la carcoma, han diluido el pasado, la belleza de sus tesoros, la valentía o locura desesperada, que los llevó hasta Al-Ándalus en el siglo IX, América en el X, o fundar Sicilia en el XI. 
Museo del pueblo noruego.
Madera y piedra entrelazan viviendas.
  Este pueblo, antaño pescador y agricultor, relegado al fogón huyendo de frío y las nieves en eternos inviernos oscuros, estuvo obligado a moverse bajo madrigueras porticadas de madera, mientras sus mujeres rollizas y con mofletes sonrosados, enfundadas en sus bunad, preparaban tortas con mantequilla, dulces. 
 Tras una humedad mórbida estas gentes esperaban el repique de las campanas de estilizadas iglesias de madera (como la de Gol, hacia el 1200 d.C.), llamando a culto durante siglos hasta que, varias, fueron pasto del fuego por unos descerebrados en los pasados noventa, bajo ritos satánicos; pretendían "erradicar el cristianismo" y volver a los dioses paganos: Odín, dios de la sabiduría, la guerra, y la muerte; Tor, sabio y creador del trueno; Loki, del fuego destructor, principio del mal, o Freya diosa de la belleza, el amor y lluvias de verano.
El origen del satanismo en el rock
y el Black Metal noruego. Mayhem.
   Como si Loki se hubiera apoderado de su alma, hizo salir de sus sótanos mugrientos a portadas mundiales a sus ídolos musicales maquillados como desenterrados. Fue la "movida" del black metal, un volcan de gritos templados por guitarras y baterías frenéticas, letras alrededor de la muerte, que hizo saltar la lava de una rabia reprimida de una tierra, un aire y un frío que atenaza el pensamiento.
Estatua de Ibsen ante el Teatro Nacional.
   Antes, habían surgido otros gritos de lucidez y denuncia del egoísmo humano. Un enemigo del pueblo, la obra de teatro de Henrik Ibsen (Skien, 1828, Cristianía, 1906), habla del doctor Thomas Stockmann, un traidor para su pueblo por denunciar que el balneario está contaminado. Sus vecinos, cuya economía próspera depende del mismo, no quieren reconocerlo. En su congruencia pone en peligro su vida y la de los suyos. ¿Nos suena de algo? La democracia frente a la demagogia...
   A muy pocos metros del Teatro Nacional, donde está la estatua de Ibsen, frente al Parlamento, hay tres "containers" de diseño; unos servicios públicos "republicanos" denominados Liberté, Egalité y Fraternité, alzados en el segundo centenario de la Constitución de la monarquía escandinava. Tras esta boutade simbólica se ve la realidad de una Noruega que ostenta los niveles más altos de igualdad de oportunidades. La educación es pública, gratuita y bilingüe. Sus habitantes tienen una cobertura total de salud, con una esperanza de vida de 81 años, sin brecha salarial entre hombres y mujeres; no hay paro y una renta percápita entre la cinco primeras del planeta. Eso sí, esperan educadamente en colas interminables, como hormigas plácidas y satisfechas al sol en un día ventoso, para acceder a un pase gratuito a los museos de la ciudad (con la misma calma y confianza en quienes les gestionan los fondos del petróleo y el hecho político). Como silenciosamente esperan algunos ciudadanos de este remozado país para que se les reconozca la condición de persona transgénero a los que hasta hoy se les obliga a someterse a una “auténtica conversión de sexo” obligatoria (la extirpación de los órganos reproductivos y, por tanto, volverse estéril, además de un diagnóstico psiquiátrico, en el que la persona se ve obligada a admitir que sufre una enfermedad mental). Cuestión que quizá tenga que ver con la calma que también contagie al gobierno que prometió estos cambios.
   En las calles no hay policía que asuste al timorato, está descansando porque mañana es el año nuevo de los sijes quienes saldrán a las principales calles con sus cabezas cubiertas por turbantes naranjas que ocultan larguísimas cabelleras negras y con espadas de juguete para simular las luchas entre hindúes e islamistas; luego en el puerto a compartir tradiciones. 
   En Oslo el tesoro es el silencio. El escaso ruido urbanita se disipa del todo en el parque de esculturas de Adolf Gustav Vigeland (1896-1943), al que dedicó los últimos veinte años de vida. Cuerpos en movimiento, mezclados, con equilibrio, ligereza en las formas, la dulzura, la humanidad..., sin histrionismo, conjuran el puente con cincuenta y siete esculturas con las que escudriñar y sentirse arropado, acompañado, por cualquiera de ellas trayendo instantes de nuestra biografía, como niños, padres, amantes... 
   Al final del parque, en una pequeña colina, el monolito en el que deseas que tu cuerpo se mezcle con esos otros ciento veintiuno, entrelazándose de mil maneras, con los que comenzar el ascenso a otros cielos, donde el silencio me permita expulsar el grito que angustia mis entrañas, de por qué no podemos llevar parte de esta paz a nuestra algarabía de cultura del sur.
    Antes de marcharme veo al fondo un grupo de jóvenes que festejan una "despedida" de novia. Llevan un licor dulce ¿vestigio de aquel hidromiel de sus antepasados que, al encuentro del matrimonio con la llegada de la primavera, bebían litúrgicamente durante el tiempo de una luna, el primer mes de su vida en pareja? "Luna de miel", ¿nos suena? Perdimos mucho en nuestra memoria cuando se pusieron barreras y mitos falsos sobre este pueblo "bárbaro", del que guardamos el estereotipo de seres corpulentos con cascos con cuernos sobre el cimborrio de sus cabezas

Madonna (1893-94). E. Munch.
Galería Nacional. Oslo.
   Avisan que se cierra la sala del museo. Mas no puedo mover los pies. Estoy petrificado ante el cuerpo semigirado de la mujer, la mirada fija en su útero inagotable. Es la Madonna de Munch de la que dijo: "...Tu rostro encarna toda la belleza del mundo. Tus labios carmesí, como fruta en sazón, se entreabren como en un gesto de dolor. La sonrisa de un cadáver. Ahora la vida y la muerte se dan la mano. Se ha engarzado la cadena que une los miles de generaciones pasadas a los miles de generaciones por venir”. Me sobrecoge, me atrae pero al tiempo siento inquietud. No veo la maternidad, pero sí su sensualidad misteriosa. Octavio Paz se atrevió a sentenciar: “La Madona es la conjunción de todos los poderes naturales, es tierra y es agua, es hierba y es plaga, la luna y una bahía pero sobre todo es tigre. Es uno de los dientes de la rueda cósmica. La contradicción universal -vida y muerte- encarna en la lucha entre los sexos y en esa batalla la eterna vencedora es la mujer. Dadora de vida y de muerte, mata para vivir y vive para matar” (Octavio Paz: La dama y el esqueleto, 1988), y me pregunto si no es el símbolo, la esencia de un Oslo, del pueblo vikingo, de una época, con halo de misterio, dureza, muerte, silencio, erotismo, el eros y el thanatos unidos, en una intranquilidad, en una paz perturbadora. Porque ahora, alejándome en un tren de Oslo, siento la calma, la luz, y la armonía con los primeros rayos de sol que atraviesan el cristal. Y me dejo tirar por el hilo de este primer fiordo hacia las entrañas de otros golfos profundos y escondidos a mi memoria.