Yaiza baila de nuevo descalza sobre la lava de Timanfaya
“La peor enfermedad del hombre es la curiosidad inquieta de lo que no puede conocer”.
Blaise Pascal (Filósofo y matemático francés, 1623-1662).
Entre mis manos los Cuadernos de Lanzarote (1993-1995) de Saramago: “¿Qué buenas estrellas estarán cubriendo los cielos de Lanzarote? La vida, esta vida que, implacablemente, pétalo a pétalo, va deshojando el tiempo, parece estos días, haberse detenido en el «te quiero»”. El guardapáginas es un pétalo robado a una flor del laberíntico Jardín de Cactus en el que se refleja Yaiza bailando descalza sobre la lava, susurrándome esas últimas, leves, e impenitentes palabras.
“La peor enfermedad del hombre es la curiosidad inquieta de lo que no puede conocer”.
Blaise Pascal (Filósofo y matemático francés, 1623-1662).
El Golfo en el Parque de Timanfaya. www.minube.com |
Yaiza, en guanche "Arco Iris", llora por su amor bereber; un llanto que retumba en la roca de los Jameos del Agua. |
En esta noche de Perseidas he creído ver de nuevo el rostro de Yaiza. Aquella hermosa y ansiada mujer que encrespaba el sexo de los
hombres de la isla conejera, Lanzarote. Sí,
la mítica heroína, princesa de las Islas del Paraíso que humanizó Alberto Vázquez
Figueroa (Océano, 1984; Yáiza, 1984; y Maradentro, 1985); sobre la nívea arena de una playa
escondida en Órzola, donde las aguas azul turquesa del Atlántico se retuercen sobre las arrugas inverosímiles del magma que vomitaron, durante siglos, los negros volcanes.
Novios del Mojón. Si se devolvía la figurita era un sí a la petición. |
Va acariciando una figurita de barro -un varón con su prominente falo-, risueña, mientras siente el cosquilleo del rofe (lapilli) en los pies, y el sereno de los alisios acaricia su cuerpo
desnudo. No muy lejos, en una de las torres del castillo de
San José, un soldadito besa la hendidura femenina de la figurita que su bella morena le ha traído al caer la tarde.
Son besos de mansedumbre como el balanceo de las barquichuelas del Charco de San Ginés (Arrecife). Les embiste arrumacos la marea, como una madre, mientras se adentra la noche. Otras mujeres mojan las almohadas, “mujeres que dormitan, esperando al hombre que está en la mar”, que luego se
santiguan si pasa un “alcaraván agorero y chillón”, como dictan las coplas
de Fidel Roca (les dijo la zahorina, la curandera, que contra los malojos se pusieran sal en el ombligo para evitar la desgracia y que dibujasen sobre una telita de franela roja "en semejante parte" –con el tinte de orchilla, un liquen al norte de la isla-, el mismo corazón y timón que el esposo lleva tatuados en el brazo; para que les fuesen fieles allende los mares y un “tornaviaje placentero”. El cura Leandro de Lara y Arbelo ponía el grito en el cielo, pero ellas ni caso). Es jueves y los chinijos como Domingo, hoy pintando salas del castillo de Teguise, recuerda como las "viejitas" se persignaban, como si vieran al diablo, cuando les cambiaban los fotogramas de las películas porno de Arrecife por las del oeste. Dos sesiones, los jueves y los sábados. Una de ellas, Ángela mira con nostalgia, tras sus casi noventa años, desde la ventana de su casa el otrora cine, hoy tienda de objetos orientales, "aquellos jueves íbamos para besuquearnos las parejas, algunas haciendo la cobra, sí, ja, ja, ja".
Al mediodía, en la casa-museo del Campesino, entre aperos de labranza y un asno que alza los canjilones de la vieja noria, el "majo" José Ramón comparte su gofio con pasas y un culito de malvasía, aquel que trajeron los portugueses, sabor agridulce, que hoy arañan los conejeros de la tierra enterrada por la lava. Están arropadas las parras en su Geria, mientras, narra las malaventuras de aquel navegante genovés Lanceloto Malocello, origen del nombre de la isla, en busca de esclavos allá por 1312; o del vizcaíno Ruiz de Avendaño, corsario de la flota castellana que tras su naufragio el rey Zonzamas le ofrece hospitalidad de lecho con la reina Fayna de la que naciera Ico, blanca y rubia, madre del último rey de Lanzarote, Guadarfia (también las mujeres practicaron la poliandria, hasta tres maridos, que turnaban el lecho con las lunas). Un cuarto de siglo atrás compartía estas historias con los colegas de mili por la península, un tal Sabina y Ramoncín, entre copas en Vallecas y marcha por el Madrid de la "movida".
Charco de San Ginés antaño. El color de las casas tenía el sobrante de las barcas. www.webdelanzarote.com |
La Geria. www.yaiza.es |
Pero yo me obsesioné con Yaiza Perdomo, y la persigo por Punta de Papagayo,
en Playa Blanca al sur de la isla, donde pasó sus primeros y largos días viendo echar la barca a su padre y hermanos…, antes que una navaja hundiese el timón de sus vidas. Cuando dejo el libro sobre la mesa del
chiringuito que columbra el sitio, María, una majorera de tez morena
rojiza, espeta “eso son tonterías, lo que cuentan los libros, mentiras. Aquí hambre hambre no se pasó después de la guerra, teníamos leche de cabra, pescado seco y algo de huerto, alguna muñeca para Reyes; echamos en
falta médico, pero para los remedios las curanderas. Y amor, mi marido de
Murcia que vino para hacer la mili y ya no se volvió nunca", mientras limpia la mesa, una jarrita de “zurra” en mano, y echa un vistazo allá abajo, a la cala atiborrada de cuerpos meciéndose en las aguas
cristalinas que rompen olas sobre el negro de la lava y las onduladas paredes
arenosas. Al fondo Fuerteventura, “pero para qué ir si sólo
hay playas”, entornando los ojos y saborear la brisa eterna de este
rincón del mundo.
Las otras “Yaiza”, las de carne y hueso, pisaron la lava como
“aguadoras”, empaquetando fruta, en las conservas de pescado, algunas
comadronas, además de llevar la casa. En las noches bajo una vela, adivinaban
hilar la costura tras los remiendos, luego en telares de lana, pita y hasta
seda alternándola con los calados y bordados en lino; hasta dos mil mujeres el siglo pasado. Menos las hijas de la burguesía que no trabajaban, era una
deshonra, y no contaban para ser cifra y suma al 91% de analfabetismo en 1861 que
duró hasta bien entrado el XX. Fueron algunas Candelaria García Hervás (Conil
1832-1879) con sus poemas en La Crónica de Lanzarote, Al
mar, A mi hermano Manuel o al obispo Joaquín Lluch Garriga (como buena mística pasó los
últimos años dedicada a la contemplación).
O Dominga Spínola
Bethencourt (Teguise 1802-1876), dramaturga, autora de Los
compadres de Rubicón y una segunda
obra censurada por cuestionar la
edad a ser reina Isabel II; o María Morales Topham
(Arrecife 1896-1975), profesora de francés en el Instituto de
Arrecife, Blas Cabrera Felipe (el Físico autor de Principios de la relatividad, y que acompañara a Albert Einstein en su viaje a Madrid) con su Blanca
sencillez (1971); o pintoras como Francisca
Spínola Bethencourt (1806-1895), hermana de Dominga, famosa por unos querubines para el Hospital de San Martín de Las Palmas, en 1862, y tantas otras, como la valiente y aguerrida, Dulce, otra "Yaiza" atrapada en un cuerpo de nombre Hilario (Arrecife, 1955) al que su padre, pescador, le
compraba cometas, de las que cayó para compartir cárcel franquista con la "Hawaiana", Rosi
la Valenciana y Mina, la Coja, aisladas en el patio o en cine, apartadas de los hombres, siempre solas
por ser transexuales; hermosas con rímel de pasta de dientes quemada, de
pintalabios con el fósforo de las cerillas de cera untado en saliva, el colorete de
la cal de alguna pared -arañando la tierra, como en su isla-, para luego asentar: “No me gusta la gente
pesimista... Hay que reírse de una, porque si no, ¿qué nos queda?”.
Fachada del palacio de Spínola de Teguise (mediados del siglo XX). Archivo histórico. |
Lava y César Manrique. Foto de Francisco Ontañón. El País, (25-9-2012). |
Pues nos quedan los cráteres que temblaron bajo la piel
desnuda de César Manrique (Arrecife, 1919-1992) que al volver del horror de una guerra civil y de la jauría de un Nueva York supo transformarse en el “Yaiza” del arte, la sensibilidad y lo inescrutable de su isla, por la que luchó en preservarla de un crecimiento turístico salvaje. En su casa-museo, hoy Fundación, Lucía, una de las guías, flota
por sus estancias, aquella que veía alzada al tapial de niña, por donde pasaron
cientos de ilustres huéspedes, actores, políticos mundiales, todos salían en la
tele, y donde ahora puede fundirse con los rojos y los negros volcánicos, en contraste con
el blanco que seda el espíritu después del cataclismo.
El cataclismo como la vida misma, la premonición apocalíptica y
diaria de cualquier ser, en boca de Jorge Maura, un antiguo amante, revolucionario perseguido y refugiado en la isla, de Los años de Laura Díaz, la inmensa
novela del mexicano Carlos Fuentes: “Todo lo que ves es falso, es el cataclismo
nuestro de cada día, sucediéndose, no ha tenido tiempo de hacerse historia, y
va a desaparecer en cualquier momento, como llegó, de la noche a la mañana”. Y tiemblo porque vuelvan los rugidos de la Tierra antes de vomitar sus entrañas y que destruyan este paraíso onírico. No quiero ser aquel párroco de Yaiza, la cuidada y coqueta ahora Yaiza, Lorenzo Curbelo: “El día 1 de septiembre de 1730, entre las nueve y las diez de la noche, la tierra se abrió en Timanfaya, a dos leguas de Yaiza... y una enorme montaña se levantó del seno de la tierra”. Pueblos enterrados en un fluir de lava durante seis años y terribles hambrunas.
Cuando uno se yergue a cualquier altura, Lanzarote aparece como las ascuas recientes de una hoguera -los indígenas la llamaron Tyterogakat o "Tytheroygatra" la quemada, un topónimo geográfico bereber tuareg de la Argelia central. Michel Thomas (Houellebecq), hoy en la retina de muchos lectores por Sumisión (2015), puso en boca de uno de los personajes de Lanzarote. En el centro del mundo (2000): “A nuestros pies había un completo desierto mineral. Y enfrente de nosotros una falla enorme, de varias decenas de metros de anchura, serpenteaba hasta el horizonte, cortando la superficie gris de la corteza terrestre. No se oía ningún ruido: «Así será el mundo una vez muerto», me dije”. Mucho de eso se encuentra quien la cruza a los cuatro vientos, el silencio, la calma, el cielo, y cromatismos en lava y plantas inimaginables rodeados del turquesa que le
alza la mar; vientos que la mecen, que labran surcos y deshacen pacientemente las cenizas, tejiendo un manto caído hasta los
pies del Mirador del Río, donde Osvaldo introduce su largo tridente con paja en
las entrañas de la montaña, y surja el fuego como de las fauces de un
dragón desaforado, o un géiser de agua hirviendo, entre silbidos
estridentes de su garganta, incitando a lanzarse al vacío y buscar el azogue de
La Graciosa, la isla-joven-mujer que parece posar desnuda invitándote a posarse
suavemente sobre ella y pisar descalzo todos y cada uno de los rincones sus
calles aún de arena, de pescado a secar, vigilantes los Faraones a las barquichuelas que salen de Órzola.
Parque de Timanfaya. |
Isla de La Graciosa desde el Mirador del Río. |
Las gentes de la isla ven pasar ríos de turistas frente a sus casas. Antonio cambió el verde de Galicia por este mar siempre picado hace treinta años. Día y noche trayendo a la mesa los pescados recién destrenzados de la red, con su chinijo de cinco años, de su mujer conejera, la mayor ya periodista en la península. Ahora quiere descansar, el turismo no trae lo suficiente, viene con mochila y bocata hasta de los hoteles, y no digamos con la crisis. Al lado un bar de puerto, mesa y silla de enea; una catalana que hace dos meses volvió de dar muchos tumbos por el mundo (ya te lo cuento otro día).
De vuelta, entre los palmerales de Haría, cuna de César, los niños juegan sin prisa con el balón del mundo entre algún burrito y los camellos que visten su silla de verde para subir a sus "chepas" a la japonesita a la que intentan comer el cabello si no fuera por esos bozales de tela; caminan lentos, cansinos, al paso de quien estira candentes cuerdas para subir las calcinadas faldas del Timanfaya, doblando en escuadras sus patas traseras al sentarse, irónicos en la mirada, atentos al pentadente del demonio panzudo diseñado por Manrique.
De vuelta, entre los palmerales de Haría, cuna de César, los niños juegan sin prisa con el balón del mundo entre algún burrito y los camellos que visten su silla de verde para subir a sus "chepas" a la japonesita a la que intentan comer el cabello si no fuera por esos bozales de tela; caminan lentos, cansinos, al paso de quien estira candentes cuerdas para subir las calcinadas faldas del Timanfaya, doblando en escuadras sus patas traseras al sentarse, irónicos en la mirada, atentos al pentadente del demonio panzudo diseñado por Manrique.
José Saramago fue atrapado
hasta el final de sus días por la magia envolvente de lo ininteligible,
amarrado a una de las “balsas de piedra engendradas por el fuego y ahora
ancladas en el mar”. De la Montaña del Fuego escribió:
“Mientras íbamos recorriendo los caminos laberínticos del parque y se sucedían
las vallas y los repechos cubiertos de ceniza, las calderas abiertas de par en
par como agallas, en el interior de las cuales imagino que el silencio tendrá
la espesura del propio tiempo (...), me pregunto a mí mismo —concluye
refiriéndose a los turistas—, después de haber visto lo que vimos, notarán
algún cambio en su manera de ser y pensar”. Como el Nobel yo me pregunto si
Lanzarote levantó, como una mujer, mi pasión hace muchos años y me
preparaba para la muerte, de soslayo, en esta pestaña en el mar.
Mientras se balancea mi barco -quiero dejar despacio esta isla misteriosa, territorio del silencio, pero también del viento eterno de locura tierna-, atisbo la letra de otra musa conejera, Rosana, que me embriaga con su guitarra, envolviéndome en lava en mi último viaje a no sé dónde..., y dónde fuere que una Yaiza me suplicase, casi con lamento,"Yo no te dejo marchar":
Mientras se balancea mi barco -quiero dejar despacio esta isla misteriosa, territorio del silencio, pero también del viento eterno de locura tierna-, atisbo la letra de otra musa conejera, Rosana, que me embriaga con su guitarra, envolviéndome en lava en mi último viaje a no sé dónde..., y dónde fuere que una Yaiza me suplicase, casi con lamento,"Yo no te dejo marchar":
... porque me noto que tiemblo
que se me agotan las miradas
que se me oxidan los sueños
yo no te dejo marchar
porque me muero de frio
porque qué hago sin ti
en medio de tanto lio
porque te me rompes dentro
porque hay cosas sin repuesto...
Entre mis manos los Cuadernos de Lanzarote (1993-1995) de Saramago: “¿Qué buenas estrellas estarán cubriendo los cielos de Lanzarote? La vida, esta vida que, implacablemente, pétalo a pétalo, va deshojando el tiempo, parece estos días, haberse detenido en el «te quiero»”. El guardapáginas es un pétalo robado a una flor del laberíntico Jardín de Cactus en el que se refleja Yaiza bailando descalza sobre la lava, susurrándome esas últimas, leves, e impenitentes palabras.
Jardín de Cactus. Teguise. www.españaescultura.es |