martes, 28 de abril de 2015

Paseo de los Tristes, por donde corre a esconderse el Douro
bajo la Alhambra. Juan Vida (1996). www.granadablogs.com

Miradas
El oro oculto bajo la Alhambra

   
“Dicen que en ella resisten
fusiles de la esperanza.
Hoy me pueblan el deseo
su promesa y su batalla,
hoy puede ser que comprendan
por qué soy ciego en Granada…”.
   
   En Paseo de los Tristes III (1982), Javier Egea.


   Es medianoche pero los trinos de los pájaros acompañan el tímido gorgoteo del Douro -río del oro, ahora Darro-, bajo la Alhambra. 
Albaicín al atardecer. canalviajes.com
    De enfrente caen voces iris en cascada con arpegios de guitarra; es el Albayzín, el barrio que la luz del sol de invierno tamiza en azules el encalado de sus casas; donde el hechizo traza las sombras de una niña a la que una gitana lee su mano y le predice que será reina (Eugenia de Montijo, nacida después de un terremoto, y luego esposa de Napoleón III; Valera diría de ella que "su esposo será mártir de esta criatura celestial", no equivocándose mucho pues en varios momentos de regencia dio muestras de un juicio político visionario y avanzado, y que como a tantas mujeres. no se le ha destacado lo suficiente).

   A la falda de ese laberinto de calles y cármenes como vergeles, nacieron las "Escuelas del Ave María" del padre Andrés Manjón, una Escuela Nueva a principios del siglo pasado. Escuelas al "Aire Libre" que se adelantaron a Alemania y Gran Bretaña. Niños y niñas, desde los tres años, jugando "..., se libran de los peligros de la calle, y libran a sus madres del trabajo de cuidarlos, dejándolas en libertad para buscarles el pan. Ellos son los preferidos para todo, y con ellos paso los ratos más agradables de mi vida", decía aquel granaíno por adopción. Educación sensorial, musical, el juego como método natural, "... de nada sirve el mucho enseñar, si no es el alumno quien aprende"; ¡cuán lejos de la "reforma" de Wert!
   De un campanario cercano titilan cientos de cirios rojos y sus campanas avivan el penúltimo sentido con el aroma de azahar mezclado con el incienso de la iglesia. En sus capillas se rezan novenas semanasanteras mientras jóvenes se colocan sacos al final del cuello para sacar los pasos; ellas se recogen el pelo para cereras o mantilla con tacón negro largo. 
  El llanto de los clarines se funde con salpicados de tacón sobre un tablao, es un decir, hasta enterrar al Douro en la Plaza Nueva donde un grupo "okupas", con recipientes reciclados del plástico, recrean ritmos eternos de jazz; un equilibrista arriesga un par de mortales sobre el suelo marmóreo mientras una fémina juega con fuego en tirantes malabares. 

   Al girar la cuesta Gomérez se escucha el rumor del agua cayendo jardines abajo de los palacios nazaríes. En el arco de la Puerta de las Granadas los ecos suaves del Hang. Arriba, a la derecha, un antiguo convento de monjas para la beneficencia es hoy el centro de menores “Ángel Ganivet”. Un venir e ir de rostros jóvenes del color del betún, cuerpos casi adultos y voces a veces agrias por un mal aire de los pegamentos que les estrangulan la conciencia a su vida maldita, que les hacer verter su agresividad con quienes tratan de darles un pasaporte hacia la dignidad. Algunos de estos parias del siglo XXI no tienen más papel que el que un mafioso les hizo al otro lado del estrecho, camino del paraíso de sus antepasados, para ser carne de esclavo. No es el cementerio marino del Mediterráneo como Lampedusa (Italia), pero en ambos confines el poder se excusa en tomar medidas. Los muertos todavía no raspan las orzas de los yates de los magnates. Nos dicen los hipócritas de la política europea que ayudar a estos apátridas obligados sería incrementar el efecto llamada. ¡Cómo se nota que los goznes de sus puertas y las de las sedes de sus partidos, sin escrúpulos, están salvaguardados por perros guardianes y patrulleras antipateras! 
Ángel Ganivet, por José Ruiz.
   En ese centro se sufre el espejismo de ver pasar el atardecer rojo carmesí entre las torres bermejas y los nervios oculares sanguinolentos de esos muchachos que algún día lloraron por ver que no tenían vuelta atrás en su tragedia. Isidro, un educador que enseña la capilla de María Auxiliadora entre el contraste de la riqueza y adorno de antaño y los pasillos vacíos de mobiliario, por destrozado, murmura que menos mal que estamos en vísperas de elecciones y lloverán las ayudas, y que los próximos “sin papeles” podrán volver a tener médico, aunque no se sabe si también medicinas. Decía Ganivet, el ínclito granaíno, que en la memoria de los hombres, los grandes humanistas, los pensadores, los que trazaron el bien, muy pocas estatuas tienen, frente a los héroes de la guerra o de la política. Seguro que esta residencia le habrá amainado parte de la locura que le hizo arrojarse al río Dvina (actual Letonia). Hoy se hubiera lanzado al Mediterráneo oscuro y denso de tanto cuerpo hundido por la miseria humana.
   A muy pocos metros subiendo una leve cuesta está el “Carmen de los Mártires”, antiguo convento, donde Juan de la Cruz fue prior y dicen que compuso su Noche oscura del alma (1586):
En mi pecho florido
Que entero, para él solo, 
se guardaba.
Mi bien quedó dormido.
Y yo le regalaba
Y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena,
Cuando ya sus cabellos esparcia
Con su mano Serena, 
En mi cuello hería
Y todos mis sentidos suspendía.

   Siempre los versos de este poeta nos sirven para lo humano y lo divino. Ahí están aquellos de Llama de Amor viva: "¡Oh llama de amor viva,/que tiernamente hieres/de mi alma en el más profundo centro!;/pues ya no eres esquiva,/acaba ya, si quieres;/rompe la tela de este dulce encuentro...". Del misticismo enmarcado para Juan de la Cruz, Ganivet decía: “…no es más que la sensualidad refrenada por la virtud y la miseria. Dadme un hombre sensual, apasionado, vicioso y corrompido; infundámosle el sentimiento doloroso, cristiano, de la vida, de tal suerte que la tome en desprecio y se aparte de ella: he aquí al místico hecho y derecho; no el místico de cartón que el vulgo concibe, sino el de carne y hueso, el que llega a genio y a santo” (“Nuestro carácter”, de Granada la Bella, 1896). 
   Estar en Granada y no ir de la mano de Ganivet es casi perjurio. Agudo, visionario y profundo, en Idearium español (1897) dejó entrever el mal que luego plasmaron los intelectuales y escritores de la "Generación del 98". La crisis esclerótica del país tenía una causa: la abulia. Una enfermedad que sentimos en nuestras carnes que se ha convertido en crónica, salvo algún paréntesis de lucidez como fue la Segunda República y que hoy se refleja en el discurso de los políticos, huero y banal, y de una ciudadanía que va poco más allá de movilizarse tímidamente en defensa de unos derechos desterrados, muy poco preocupada en armar de contenido el futuro poniéndolo en manos de aquellos. 

   Y como predijo Ganivet, los pueblos reconocen y ensalzan a personajes como aquel que fundió en molde el vallisoletano José Zorrilla en su Don Juan, toda una enciclopedia del ser más vivo de este país, embotado y pendenciero sin límite ni razón (de daga y virgo, de tasca y vino, que sube a cientos de tablas cada año en vísperas de difuntos, ideal completo si la hacienda y la fama engorda a cualquier precio). 
   Bajando de nuevo hacia el Darro, nos perdemos en la laberíntica casa, hoy Fundación, del artista José María Martínez Acosta (1878-1941), un "topo" del Arte después de ver la fuerza imparable de las nuevas corrientes en el París de principios del siglo XX. Aquí levantó columnas y arcos en los túneles de la Alcazaba, trazó paseos cargados de simbolismo entre el Amor y la Muerte con copias de arte italiano y frisos clásicos y cuidó de su amante y su hijo en un rincón del “castillo”, cuando el divorcio estaba prohibido. Acosta erigió balcones babilónicos con estructuras simétricas, sublimó su mundo paradimensional e intelectual entre limoneros y naranjos. El agua corrió un velo a su tragedia y se cerró al mundo en el cráneo de su belleza (Psiques, Baco y la bella Diana pasean entre cipreses). Ahora alberga las estructuras de metal y naturaleza muerta de Carmen Laffón, amiga íntima de Fernando Zóbel, que también reparte otras obras en el palacio de Carlos V donde sus cuadros son un salto al vacío en sí misma alejada de todo concepto.
Orilla del coto desde Bonanza.
Carmen Laffón, (2013-14).
www.hoyesarte.com
  Al ver la belleza de la naturaleza de sus óleos se percibe el principio y el fin del espejismo que es la vida, como la tragedia de la Alhambra. Hasta hoy resalta como lugar de ensueño y placeres. Pero ¿cuántos muertos, sangre y lágrimas se llevaron los tesoros del palacio?
La salida de la familia de Boabdil de la Alhambra (1880).
 Manuel Gómez Moreno. Museo Bellas Artes. Granada.
     Muhámmad XII, Boabdil el Chico, la entregó  a los Reyes Católicos quedando como traidor para los suyos, a los que salvó de la muerte que le precedía, según sus leyes internas. Aquellos que hoy la siegan en nombre de no se sabe qué más allá, más les valiera hojear las páginas de la historia ocultas a sus ojos, como aquélla.
   Boabdil lloró, aún siendo rey, al volver la vista hacia Granada camino del destierro, mientras su madre, la sultana Aixa, le recriminaba: "Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre". Iba camino de las Alpujarras, donde luego Gerald Brenan con su Al sur de Granada, vivió un exilio voluntario que le zurció la urdimbre de literato. Este viajero inagotable vivió el alma ácrata de los lugareños de principio de siglo XX, muertos de hambre, seguidores fanáticos del pan y el agua, hoy menú típico de patatas con huevo roto y jamón, morcilla y lomo, a lomas de pueblos blancos aferrados, lapados a montañas que no tiran la toca blanca de la nieve hasta que suenan los tambores y clarines en Semana Santa, de saetas, lágrimas y ropajes con capuchones (un pobre de aparente solemnidad llora, como si tuviera una célula fotoeléctrica, al paso de un feligrés y ceja para volver a lagrimear y quebrar la voz con el siguiente; tiene el bagaje, según los lugareños, de más de treinta años, es el pícaro de la nunca caduca España, que como dice Ganivet debería ser la mitad rica, la otra pedigüeña de profesión y todos contentos). Brenan nos contó su visión del porqué de nuestra guerra civil, y entre otras lúcidas conclusiones aduce la enorme división entre los que ostentaban la riqueza y un pueblo arrinconado a la miseria y la plegaria. Un polvorín que saltó por los aires por la falta de miga de pan.
   Dice el populacho que los granaínos son gente de “malafollá”. Yo sin embargo no me he encontrado más que gente amable y sonriente, con ganas de escuchar y guiar al viajero. En una vieja librería, bajo una bóveda de cañón por techo, una mujer se lamentaba, “nuestros jóvenes se quieren marchar, y las más de las veces a la fuerza por quienes vienen de fuera, se enamoran de Graná y se quedan”. Es la cara oculta de la Alhambra, que todos persiguen verla, a la que distraen con palmas y saetas. Sufrimiento y muerte se agita entre sombras desde hace siglos tras las murallas. Jardines donde brotaron las lágrimas que se convirtieron en oro al besar la piedra. Belleza y tragedia, como la del Douro que se esconde como vena bajo la piel morena de la hermosa y enigmática, todavía para muchos, Granada.