domingo, 1 de mayo de 2016


 Miradas

Sevilla enigmática y recóndita, tras el bullicio


   Jaime mesa una barba rala con dedos sacados de un Greco. Bajo los arcos de blanco y amarillo, sentado en una banca del patio del Hospital de la Santa Caridad, relata con parsimonia cómo perdió la cabeza por los golpes que recibió mientras tiró de artes marciales en su juventud para llamar la atención de sus amores. 
 Tiene los ojos de las esculturas del Entierro de Cristo (Pedro Roldán, 1672), y el aire del Finis gloriae mundi e In Ictu Oculi, del esqueleto sobre oropeles que pintó Juan de Valdés Leal, que cuelga en el sotocoro, representando la banalidad de lo terrenal (precisamente en un hospital para ajusticiados e indigentes). Y es que Sevilla fuera una señera plaza comercial, desde el siglo XVI, hasta finales del XIX, con lo que riqueza y penuria se antojan, y de ahí el trajín con la beneficencia cristiana.
San Pedro Nolasco se embarca para redimir cautivos.
Alonso Vázquez (1605). Se dice que el rostro vuelto
del barquero es de Cervantes. Museo de Bellas Artes. Sevilla.
   Me sorprendo ensimismado por la apariencia de Jaime, quijotesca, ahora que se conmemora, en tierras manchegas, el centenario de la muerte de su autor, un tal Miguel de Cervantes. Me "despierta" preguntándome si no sabemos que el "Príncipe de los Ingenios", pergeñó las primeras líneas del hidalgo universal mientras estuvo preso en cárcel sevillana, allá por 1597, y luego en 1602: "... ¿Qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?" (Don Quijote de la Mancha, I, Pról., 9).
puerto sevilla
Puerto de Sevilla. El Arenal y, al fondo, Triana.
La Torre del Oro y una grúa para 
descargar barcos. Grabado del s. XVI.
   Los tesoros de América trajeron hasta esta capital ambición, riqueza y desolación en desigual reparto, como siempre. En siglo y medio, entre 1503 y 1660, llegaron más de doscientos mil kilos de oro y casi veinte millones de plata. Entremedias, la peste bubónica se llevó a la mitad de la población (en 1647 fallecieron sesenta mil almas, la mayoría en el barrio de Triana que hasta no hace mucho llevó la "cruz" de los desheredados -ahora la arrastra el barrio "de las tres mil"-, al otro lado del Guadalquivir, frente a la Maestranza (a "rebosar de entendíos" en toros y coches de caballos). 
  Desde Triana partía la manifestación del primero de mayo. Divididas las enseñas y banderolas. Sindicalistas de la CNT aquí, y la UGT y CCOO acullá; en medio el río, el "más grande", y el que más dividió el alma sevillana. Pasan al lado, el de los "señoritos", que ni se inmutan a las proclamas, mientras toman su fino.
   Arrecian voces contra "Susana", su presidenta del PSOE; que le traiciona el "tronío". Y a un gobierno central "en funciones" que sigue haciendo más de lo mismo, destrozando al desheredado. Son momentos extraños. Se habla mucho de que se ha roto el bipartidismo (hay más partidos con voz sonora que el PSOE y el PP; pero la izquierda, si es tal, parece no ha sabido gestionar el mandato de las urnas). Ante otras elecciones el pueblo anda un tanto desorientado. Pero el pueblo ¿cual? Hay mucho que dice que vuelve la derecha para "ná". Los jornaleros temen que, a río revuelto, volverá a ganar.
   A pocos metros del Ayuntamiento está la feria del libro. Allí también se habla de política. El historiador Carlos Arenas Posadas trasiega con su publicación, Poder, economía y sociedad en el sur. Historia e instituciones del capitalismo andaluz (Nueva edición, 2015). Habla de la idea de cambiar el modelo de producción, de repartir el "capital", en una región que fue, y es, rica, como tantas otras, y que ahora vive de la "beneficencia". Diserta sobre un Estado de Bienestar de la razón, pero teme del poco juicio al ver cómo las masas persiguen el favor de los poderes, de quienes les mandan, antes que la revolución. No quedan ambiciones de lucha que no sea el político de bancada, vamos, como en la República, que ya advirtiera Manuel Chaves Nogales, periodista sevillano, que veía en "La Rebeldía del gañán", como las clases populares "aceptaban el mando del señorito, porque era el señorito, porque lo había heredado, por una especie de derecho divino, contra el cual no cabía revolverse", y ahora con eso de las revoluciones, miraban los "comunistas" de entonces, "a lo mejor el chico hacía carrera" (Ahora, Madrid, 18-1-1933). 
   Jaime no quiere hablar de política. Se "entiesa", eso sí, al hablar de los "tiemblos", de los tablaos. Que "su" Giralda en 1356 tiró su "peineta" para que los Reyes Católicos la coronaran luego, a lo cristiano.
Terremoto detenido por la intercesión
de la imagen de San Francisco de Paula
.
Lucas Valdés (¿1710?). 
Muso Bellas Artes, Sevilla.
 Hasta Lucas Valdés se inventa un milagro de san Francisco de Paula para parar un terremoto unos siglos después (y no podemos por menos, delante de su lienzo, recordar que aún continúa el dolor en Ecuador por esos temblores de muerte, reciente, y ya casi olvidada de los telediarios).
   Unos días después la lluvia empapará a los rocieros. Pero no se arredran, como tampoco en marzo de 1947. Menos mal que ahora el Guadalquivir no se desborda. Entonces hubo casi siete mil desplazados, "refugiados" les llamaron (nos suena la palabra, ¿verdad?).
Misa en la capilla de la O. Foto Serrano. Abc.

 Cuenta Jaime, que el general Queipo de Llano no abandonó su cortijo en Camas, porque no le mandaron suficientes embarcaciones para sacar a toda su familia (el "Moscardó" del Alcázar de Toledo en tiempo de paz, vamos). Los parroquianos se subían a carros y camionetas para asistir a los oficios. Luego a tapear un pescaíto en cucurucho de papel en la plaza del Salvador.
¡Hasta verte Cristo mío!
José García Ramos (hacia 1895).
Museo Bellas Artes de Sevilla.
   En un relámpago se pasa, en esta tierra, de la alegría a la pena, de la esperanza a la resignación, de la elegancia, la musicalidad, al desparpajo lenguaraz, vivo, asceta, renegado. Con un Cristo en una mano y una jarra de buen vino en la otra. Sombrero o pañuelo, pero como un periquito en celo, camino de la ermita al lado de su Rocío, la virgen que es aurora de sus primeros recuerdos y sombra de sus desvaríos. En todas los templos reverberan las palmas de la Misa rociera. Las calles se inundan en cuanto el agua cesa de los canalones. El viajero aquí se pregunta ¿se disuelve la individualidad en el grupo y en la calle constante? Y remira sus rostros y siente la orfandad de otras tierras. No están lejos los escritos de Bécquer, los Machado, Cernuda..., que tanta soledad mordieron en sus exilios, más mortíferos los interiores.
Santa Rufina. 
Diego de Velazquez (1629-32.
Fundación Focus-Abengoa.
Hospital de los Venerables.
   Sevilla es religión, pasión, devoción y arte a "espuertas". Belleza a raudales como la niña/santa Rufina, alfarera universal de Velázquez, al que no todos otorgan su autoría. Nos mira desde el Hospital de los Venerables, con la inocencia inteligente, lustrosa, rizosa de un poco de locura.
   Por aquí también pasó lo más alto de lo mitrado en la Edad Media: san Isidoro, s.VII a.C., el arzobispo hispanogodo más culto por sus Etimologías, que comparte escudo de la ciudad con su hermano mayor san Leandro, el que "convirtió a todas las tribus visigodas", antes a Recaredo su rey, y san Fernando, Fernando III, el rey cristiano que "reconquistó" la ciudad a los árabes en 1248 (Sevilla, se dice, ya era cristiana desde el año 250, vaya por delante; y no hace mucho Juan Pablo II quien se dirigió a sus fieles desde la Giralda. Ahora, su estampa de cera "roza" coronillas en la capilla de la Estrella del barrio de Triana.
    En la sobremesa de primavera en el patio de la pensión, a unos metros del número 20 de la calle de los Santos Mártires, donde naciera Manuel Machado, sí el hermano de Antonio, huele a jazmín y limonero. Pero hoy toca deleitarnos con la Colección de cantes flamencos (1881), del padre de los insignes, Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, buen maestro para los flamencólogos como el insigne y humano Félix Grande, apelando a que se reconozca su figura, aunque: "Estas sorderas nacionales- dice Grande- ya no nos sorprenden". Luego, enhebro las hojas de Ocnos de Cernuda para que no se las coma el asno del sueño, en este multicolor rincón de aquella "ciudad de la gracia" de José María Izquierdo, donde hemos trocado un cuadro de la muerte de un torero, allí una misa entre palmas y taconeo, con rasgado de cuerdas de guitarra, al golpe de la mano sobre la caja, retumbando en la calleja con ecos de tambor de Semana Santa, no muy lejana. 
    En los atardeceres, a hurtadillas desde la puerta de los patios, se ve a la torre Giralda vestirse de espejuelos mientras el tranvía mortecino anuncia viajes a islas de las que te aconseja ser el último en abandonar el chiringuito. La noche mojada afloja el termómetro y el Guadalquivir ha cambiado la sombra de la Torre del Oro por embarcaciones de griterío y música pegadiza; entre risas y abrazos de parejas que alzan la vista hasta la Isla de la Cartuja.
   Los tres, Jaime y mi sombra con Cernuda bajo el brazo, tres infancias perdidas, una trinidad pagana, cerramos la cancela de los jardines de María Luisa. Los silenciosos azulejos de la Plaza de España dejan estampas trasnochadas y edulcoradas de la historia de cada pueblo mientras la luna se asienta en las barquichuelas del lago. 
   A la vuelta, por la judería, una joven suspira bajo el magnolio en la plaza aledaña a los Alcázares, "cuando me da un bajón me pierdo por estas callejuelas y remonto". Sus ojos azules giran hacia la trémula fuente que desemboca al patio de banderas. En la calle Bailén, como si un ejército hubiera arrasado sus angostos soportales, los "sin techo" se arremolinan sobre cartones mientras patrullas de limpiadores tratan de no salpicarles con mangueras el reguero de polvo y despojos de plástico que han amontonado el gentío a la puerta de comercios y tabernas. Jaime se tumba bajo un cartón con ellos. No quiere volver al hospital, ni ser cuerdo. 
   En la habitación van cayendo los párpados sobre las últimas páginas de La tierra que pisamos, novela de Jesús Carrasco. Se ha afincado aquí tras un idilio con la ciudad. Es, el libro, como algunos rincones de Sevilla, un arrebato inmenso de imágenes y sufrimiento. 
   Amanece y esta Sevilla tiene, como en sus cuadros, notas, olores y río, otro aroma interior, el del desvarío por lo perdido, por lo no vivido, por lo no sentido en su máximo esplendor. Que es, más que ayer, enigmática y recóndita. Que, una vez más, tan sólo es posible conocer y amar aquella tierra que pisamos, sudamos y labramos con los hijos nacidos de sus riberas. 
    El resto es pura fascinación fugaz.