jueves, 10 de marzo de 2016

Miradas


Una bicicleta espera frente a Bataclan



   Sobre el sillín un poema Au cycliste inconnu. Del soporte a los radios de las ruedas un jardín de flores marchitas entrecruzadas. Amarrada con candado a una baranda la bicicleta espera a su dueño, o dueña: “...si no vienes, será porque la habrás donado a la ciudad para que se convierta en un estela en medio del parque”, dice el poema. Es la estela del dolor que pervive frente la sala de fiestas Bataclan. Su fachada colorista se asemeja una mujer al carmín, abandonada en la esquina, silenciosa, triste, derramado el rímel sobre el suelo gris, de piel mortecina; muda todavía por el pavor de la muerte, sorda tras los últimos compases del grupo Eagles of Death Metal, que sonaron hace tan sólo unos días, terminando con aquel concierto maldito.
   Tarde lluviosa, empañado el empedrado, la niebla que explosiona en destellos por las farolas. De un momento a otro aparecerá Néstor Burma, el investigador de las viñetas de Jacques Tardi, como si fuera otra inquietante historia de Léo Malet. Sin embargo, se acercan gendarmes de lustrosos uniformes o militares con chalecos antibalas que se mueven sigilosos como gatos invitándote a abrir amablemente el bolso o la mochila. Al final de la calle,  varios jubilados juegan a la petanca. Normalidad y desquicie corren de la mano por el canal de Saint Martin.
   Atrás la plaza de la República, rebosante y multicolor de otras pieles, otros olores, ahora con voces y cánticos fruto del hastío, y rojo en los capilares de los ojos cansados. Manifestantes defraudados porque su tierra de acogida apoya al dictador del Chad, Deby (Idriss). No olvidan que Francia no impidió que aplastase al Frente Unido para la Democracia. La policía mantiene la calma a los pies de la estatua símbolo hoy y centro del mundo negro, de sus desilusiones, de las colgaduras de sus viejas colonias.
   Más abajo la otra plaza, la Bastille, acoge a los indignados del Kurdistan. Denuncian al estado turco como masacrador (hasta ayer no conocían que la CEE ya negociaba con la carne humana de los refugiados de Siria, perseguidos por las bombas en aquel país, como mercancía a cambio de miles de millones de euros y liberalización para entrar sus ciudadanos en esta Europa de mentiras y traiciones).
   No muy lejos, entre los callejones, surgen, casi de incógnito, librerías inundadas de textos sin pudor ante las ideologías ni la religión. Un hombre de mediana edad camina con la mirada perdida con un libro en la mano. Al cruzarnos le pedimos guía hasta la redacción de Charlie Hebdo. No merece la pena, ya no es posible dar con la dirección exacta, por su seguridad. Al menos sus números siguen en los kioscos, aún a sabiendas que el asesino siempre corre. Compramos El árabe del futuro, la novela gráfica de Riad Sattouf, antiguo colaborador de la revista, donde relata su infancia de crueldad inaudita. Originario de Siria, habla de su padre obsesionado por la unión de todos los pueblos árabes: "mi padre no era partidario de la libertad ni de la democracia. Pensaba que la gente era demasiado estúpida para elegir por ella misma, creía que era mejor que estuvieran dirigidos por una persona fuerte, por un dictador..., como Gadafi, como Hafez Asad...".
   Satouff cuenta cómo a los niños de su generación en Siria se les inculcaba el rencor atroz hacia los judíos (y se nos viene la imagen del soldado de ISIS que mató a su madre por no pensar en el absurdo y la ira como él). A pesar de ello Sattouf tuvo la suerte de vivir en la República, donde todavía el  Islam es un gran desconocido, fruto de la ignorancia más que de un prejuicio: "El hecho de pertenecer a dos culturas distintas hace que sea incapaz de elegir una, así que me he librado de los peligros nacionalistas", asevera. Y he aquí la clave para millones de ciudadanos franceses, rodeados por la intransigencia de los extremos: la violencia de los fundamentalistas y el nacionalismo de extrema derecha de Le Pen. Quizás el miedo y el descontrol hagan que se vislumbre, entre líneas, la Sumisión de Michel Houellebecq. Una novela vilipendiada pero que plantea con lucidez escenarios hipotéticos. 
   Hoy, miles de estudiantes han salido, antes de que llegue mayo, a las calles para protestar por una reforma laboral que atenta a su futuro. Tienen el sufrimiento de sus congéneres en España. Y se rebelan. Algunos ven la lucha de la izquierda contra la "izquierda". El próximo 31 una huelga general. Los adoquines comienzan a resquebrajarse. Hasta el Defensor del tiempo, el reloj emblema cercano al "Georges Pompidou" está averiado. La crisis acucia hasta el tiempo.
   El invierno agrisa el cielo sobre el Sena, y una tenue lluvia moja suavemente las maderas de los cajones de los bouquinistes. Los libros están bajo candados. Tan sólo alguno ha "caído" en la acera: L'Etoile Napoléon de Geneviève Gennari. Al abrirlo el primer capítulo, irónicamente, se titula "Le fin d'un monde". El agua va destintando las letras, como la memoria del Emperador en su tierra. 
   Siguiendo el curso del río arribamos a la belleza que se esconde tras el reloj y los andenes de la vieja estación, hoy Museo d'Orsay. 
   De los cientos de cuadros del impresionismo se nos agarra al vientre un lienzo de Gustave Caillebotte, Los acuchilladores de parqué (1875). De rodillas, inclinados, arañando, lustrando el suelo que luego pisarán zapatos de suela de cuero en bancos y multinacionales. El proletariado extinto en término, agazapado bajo el término que ahora todos exclaman, esclavos. Esclavos esperando el mendrugo de pan, en las inmediaciones de la Gare du Nord a media tarde. Al gris del asfalto, del cielo, de los papeles sucios, los orines como surcos de venas rotas, jóvenes de color se amontonan en las plazuelas esperando no se sabe. Matando el día con alcohol barato. De los edificios marmóreos caen las últimas gotas de otra nube que descarga y ensucia la gomaespuma de los colchones de los desarrapados en las calles. 
   El tren cruza los Pirineos y un diario abandonado en el vagón destaca en grandes titulares negros el tremendo aislamiento al que somenten los políticos franceses a sus correligionarios que traicionan su cargo con las corruptelas. No pasan de los dedos de una mano. En los siguientes kilómetros es difícil que este mismo tren no atraviese un palmo de tierra sin un corrupto imputado o "investigado" como le han dado en llamar los usurpadores hasta de la palabra.
Montmartre, Saint-Pierre y Sacré-Coeur, (1954).
   Pero llega el final al hueco a nuestro tiempo en esta ciudad que guardamos hace ya en el recuerdo, y no pasamos más que de puntillas por Montmartre. Tan en silencio de la noche fría que no escuchamos los pasos disarmónicos de Toulousse Lautrec. Ni vemos ninguno de sus intensos y coloristas carteles en los muros. En un rincón del café de la esquina releemos pegados los cuerpos como adolescentes las primeras líneas del cuarto capítulo de Rayuela, (Julio Cortázar, 1963): "Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo".
   Lo que no intuía aquel pasaje es que el cielo está cada vez más lejos de los soñadores. Y que muchos se quedan a solas, huérfanos de vida, como esa bicicleta frente a la sala Bataclan.


A Berta Cáceres, 

defensora indígena, activista de los derechos humanos, 
ambientalista y opositora gubernamental, asesinada esta semana en Honduras. 
Como tantas otras que desaparecieron de la Historia.