miércoles, 4 de junio de 2014

Miradas

El hereje

Condenados por la Inquisición.
Eugenio Lucas, s. XIX.
Museo del Prado.
 "Desde lo alto del borrico, Cipriano divisó las hileras de palos, las cargas de leña, a la vera, las escalerillas, las argollas para amarrar a los reos, las nerviosas idas y venidas de guardas y verdugos al pie. La multitud apiñada prorrumpió en gran vocerío al ver llegar los primeros borriquillos. Y al oír sus gritos, los que entretenían la espera a alguna distancia echaron a correr desalados hacia los postes más próximos. Uno a uno, los asnillos con los reos se iban dispersando, buscando su sitio. Cipriano divisó inopinadamente a su lado el de Pedro Cazalla, que cabalgaba amordazado, descompuesto por unas bascas tan aparatosas que los alguaciles se apresuraron a bajarle del pollino para darle agua de un botijo. Había que recuperarlo. Por respeto a los espectadores había que evitar quemar a un muerto. Luego, alzó la cabeza y volvió la vista enloquecida hacia el quemadero. Los palos se levantaban cada veinte varas, los más próximos al barrio de Curtidores para los reconciliados, y, los del otro extremo, para ellos, para los quemados vivos, por un orden previamente establecido...". Con estas vívidas y crueles imágenes dibuja Miguel Delibes el trayecto final hacia el quemadero en Valladolid de Cipriano Salcedo, el protagonista de El Hereje (1998). 
   Es 1559 y muchos protestantes como el doctor Cazalla, sus hermanos, y el licenciado Herrezuelo, -estos sí, personajes históricos tomados para la novela-, mueren por anteponer sus creencias, su papel en la historia cabría decir, a la propia vida; no ceden ante el poder absoluto y de censura que impone el Santo Oficio sobre las obras de Martin Lutero (con la connivencia primero del tribunal con Carlos I y, en las fechas de la narración, con Felipe II). Más allá de que los protestantes hubieran cambiado el rumbo de la historia del reino, de haber alcanzado un estatus en la institución, de las relaciones entre Iglesia-Poder civil-Estado, el relato narra, una vez más, la lucha contra la intolerancia y la libertad de conciencia. Los personajes de la novela son fieles a su interior, a sus creencias, no reniegan de sus principios; pero también surge la duda de si, en el perfil final de Cipriano, éste se desmorona ante la evidencia de ver frustrada su lucha hasta rendirse ante la muerte (nunca sabremos si con un sentido de trascendencia, cuasi mártir, ante los suyos). 
 Lo cierto es que, saliendo de la ficción/realidad de la novela, la represión hacia el contrario continuó siglos así como la anulación de las ideas renovadoras; hombres y mujeres que dejaron sus vidas al enfrentarse a los avatares, y avaricias, del poderoso y los dogmas incuestionables para los estériles del pensamiento. El regalismo que se fundamenta desde los Reyes Católicos con Roma, que tantos beneficios traen a las coronas, no podía tirarse por unos cuantos mendicantes del reparto de riquezas y bienes eclesiásticos y una "comunión" con Dios exenta de intermediarios. 
 Hoy, seguimos entre la religión y lo regio. Así que, cuestión aparte de otra realidad posible, ¿qué papel, o "quemadero" les espera a quienes salen a las calles?, ¿hasta cuándo podrán plantear otra opción de gobierno/representación del Estado, República frente a Monarquía, laicidad frente a "catolización"? Se trata de una lucha por el control de las mentes, aunque conlleve la merma de las libertades de expresión y convivencia,  y por supuesto de un planeado consenso entre clases gobernantes de inhabilitar procesos sociales hacia una educación crítica, de la miseria de los indignados que sufren cada día más la brecha entre los pobres y los cada vez más ricos (hasta, presuntamente, los reyes también se lucran de una forma irregular). Así, hasta contar con un sinfín de "protestantes" en mil batallas, arrinconados a la mínima expresión en las llamadas redes sociales en estos momentos.
 Delibes nos introdujo magistralmente, como espectadores que bullen de rabia, entre la jauría de rostros anónimos que jaleaban el recorrido de los sentenciados, magistral alegoría. Desde tiempos inmemoriales se recurre, desde los poderes políticos, mediáticos y ocultos, a generar ese también público cautivo de la morralla del pensamiento en espectáculos hueros de humanismo y sin visos de utopías (eso sí, nos dejan subirnos controladamente, después de triunfos de testosterona, a esculturas míticas, Las Cibeles en pleno centro capitalino del estado, símbolo ya cruzado entre su significado y la banalización).
La escultura "El Alcalde" observa, en
el patio del Museo de Arte Moderno de Valladolid, a los
Reyes Juan Carlos y Sofía. Es el primer domingo de junio.
¿Quién intuía que iba a ser por última vez en el trono?
 La abdicación del rey Juan Carlos I, es el martillazo que destapa, una vez más, los juegos ocultos de la monarquía desde tiempos inmemoriales. Aquí, y ahora, el bochorno y la decepción para millones de juancarlistas que descubren que la bonhomía era hipócrita y que el valor de su perfil en momentos decisivos de su país o le pillaban fuera del mismo, sumido en juergas, atesorando dádivas y escaqueando presupuestos, o en otros momentos del lado de los salvadores de la patria. La pérdida de poder social de ciertos partidos políticos, organizaciones sindicales, así como movimientos sociales y grupos de acción social, se destaparon, en el transcurso de esta aletargada Transición impuesta/pactada, en meros cortesanos. Por su miedo a dejar de serlo, presenciaremos nuevos Autos de Fe donde se enjuicie y condene a aquellos "herejes" que pretendan expresarse hacia otra forma de gobernarse y ser gobernados; nos incitarán a acercarnos camino del patíbulo a insultar a los sentenciados, al caer de angustiosas tardes, que los llevará hacia renovados quemaderos en las afueras de las ciudades (algunos, con suerte, sólo invisibilizados).
   Y si no, al tiempo.

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